Reencontrando mi afición a los libros

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De niño, antes de desarrollar mi habilidad de la lectura, recuerdo que me encantaba ojear revistas y folletos. Usualmente mi padrastro llevaba catálogos de electrodomésticos (trabajaba en una empresa de muebles) y los dejaba en el comedor para que los leyera quien quisiera. Usualmente era yo quien tomaba sus folletos y me disponía a “leer”.

Recuerdo que al ojear las revistas y ver las fotos, me solía preguntar cómo hacían esos artistas para “dibujar” a los humanos para que se viera tan real. Total, yo aún no sabía qué era una fotografía. Un día intenté, y como mejor pude, “dibujé” a una de esas personas que salía en la revista, de hecho, intenté calcar las líneas a la perfección, una tras otra, pero no lograba la perfección. ¡Mi incógnita continuaba! ¡Qué buenos tienen que ser esos dibujantes para hacer que las personas se vean así de reales!

Creo que al cierto tiempo me frustré y decidí ignorar mi camino como artista, pues no sentí que pudiera “dibujar” tan bien como los artistas que contrataban en esas revistas. Quizás solo necesitaba tiempo para enterarme de que todo se hacía a través de un aparato llamado cámara fotográfica, y que los artistas or dibujantes eran en realidad Fotógrafos.

Decidí seguir disfrutando de las revistas como espectador. No era muy interesante lo que encontraba en ellas, y usualmente no entendía nada, pero me mantenía distraído.

A mis 10 años, luego de terminar la primaria, me mudé a otro pueblo a vivir con otra familia; en este lugar que carecía de muchos amigos. En la casa donde vivía, noté que tenían una pequeña biblioteca con libros de todo tipo, desde ciencias, historia, geografía, hasta medicina, cuentos y novelas. Me sorprendió que dicha biblioteca era más usada como adorno o decoración para que la casa se viera más “inteligente”, y que su contenido era en su mayoría ignorado por las personas que conmigo vivían. Donde todos vieron un mueble más, yo vi un santuario, un lugar de viajes fantásticos a través de los cuales podía no solo enriquecer mi conocimiento, si no que además me permitiría dejar que mi imaginación volara a lo más lejos del universo.

Tenía solo un buen amigo en el colegio, con el cual no podía compartir mucho tiempo, pues los adultos que cuidaban de mí no lo consideraban una persona grata para mi vida. Lo consideraban un muchacho rebelde, que no estudiaba, y que solo me enseñaría malos hábitos y me haría una persona de mal. Era muy triste que mis tutores no se tomaran el tiempo de por lo menos conocer a mi buen amigo, quizás dejarlo que me visitara para darse cuenta de que no era lo que ellos pensaban. Claro, no éramos los niños más juiciosos; y sí hacíamos bromas a veces en patios ajenos, o distraíamos a otros amigos mientras estaban en sus clases en el colegio. A veces quizás hacíamos juegos peligrosos, como trepar árboles muy altos, intentando agarrar la fruta más lejana; rodar en su bicicleta a toda velocidad en medio de una calle transitada; o entrar en peleas con otras personas que querían desafiarnos a los puños (lo cual, a veces me da risa recordar, teniendo en cuenta lo cobarde que soy el día de hoy). Igual, creo que nada de esto nos definía como personas. Simplemente éramos un par de preadolescentes con todas las energías y la creatividad para imaginarse maneras divertidas de pasar el momento. Y esto era especialmente importante para mí, pues el llegar a mi casa significaba entrar al ambiente frío, hostil y doloroso en el que vivía a esa edad. Para mí salir a ser irreverente con mi amigo del colegio significaba momentos de alegría infinita que yo jamás iba a conseguir en casa.

Sin embargo, se llegó el momento en el que me prohibieron su amistad. Por que mi amigo “no les daba buena espina”, “ese muchacho te va a meter en problemas”, “si mantiene en la calle es por que su mamá no lo quiere”.

En medio del desespero, del qué hacer con mi tiempo libre ya que no podía salir de casa. En medio de todo el dilema de ser preadolescente educado y del que mis tutores se sintieran orgullosos, en medio de eso reencontré mi gran pasión por la lectura. En ese entonces, yo ya sabía leer muy bien, y vivía muy interesado por saber todo lo que el mundo tenía para mí. Me fui al santuario de conocimientos que había descubierto en esa casa, el “adorno” que contenía miles de secretos que solo yo iría a descubrir – pues nadie más veía a los libros como algo a lo que le has de dedicar un poco de tiempo.

Mis tardes empezaron a ser tardes de lectura. Con el calor incesante y el silencio ensordecedor del pueblo, a la hora en la que las personas usualmente tomaban su siesta y todo entraba en un momento de trance, el tiempo parecía detenerse por ese espacio de dos horas; en esos momentos en los que solo se escuchaban los árboles cuando la brisa soplaba, o cuando una hoja seca caía, o cuando una lagartija caminaba por la yerba; en esos momentos en los que era más fácil percibir lo que usualmente no percibías, cuando era más fácil notar la mancha en la pared del patio, las letras semi-borradas de la camiseta blanca colgada en el alambre, la voz de la persona vendiendo mangos a dos cuadras de donde vivía, el vaivén de la brisa en diferentes direcciones, el rayo de sol que se mueve a través de las sombras del árbol que me cubría. Era dicho rayo de sol el que me daba pistas de que mi momento de silencio y de dicha estaba por culminar.

Era durante estos momentos efímeros que yo aprovechaba para leer. Siempre tenía un tema preferido con el cual me obsesionaba en ciertos momentos.

Leí sobre geografía y aprendí sobre los ríos de Colombia, las grandes montañas y las ciudades famosas. Leí sobre los récords mundiales, aprendí que el Rio Nilo solía ser el río más largo del mundo, pero que nuestro Amazonas lo sobrepasó en algún momento. Leí sobre historia, entendí que Tupac Amaru era el emperador Azteca (equivocado, en realidad creo que era Inca), y que al parecer los Españoles lo asesinaron por decapitación, no recuerdo los detalles claros, solo recuerdo lo que sentí mientras leía todo esto. Había un dibujo de Tupac Amaru, lo ví por muchos minutos, intentando entender por lo que pasó.

Leí sobre la independencia de Colombia, aprendí sobre los Beatles y sus integrantes, leí sobre Marilyn Monroe y sobre Abraham Lincoln. Leí muchos libros de gramática en Inglés, aprendí los pronombres, las conjugaciones, los posesivos, los diferentes tiempos. Aprendí sobre anatomía y entendí los sistemas del cuerpo humano antes que cualquiera de mi clase. Estudié sobre nudos de cuerda para amarrar animales en las granjas, decenas de nudos tanto fáciles como imposibles de soltar. Identifiqué nombres de la historia de Colombia aunque nunca estudié por qué eran famosos, como Rafael Uribe Uribe y Policarpa Salavarrieta. Aprendí qué era una catapulta y qué era una guillotina, de hecho, intenté hacer una para “decapitar” insectos, pero mi experimento falló. Intenté estudiar química y física, pero ambos temas me causaron dificultad. Leí sobre medicina en el hogar, aprendí a hacer un torniquete, aprendí sobre la maniobra de Heimlich (aunque en su momento no memoricé su nombre), aprendí sobre enfermedades mentales — me fascinaba la idea de sufrir vértigo y especialmente alucinaciones para poder tener amigos imaginarios. Leí y memoricé cuentos de Rafael Pombo, Aníbal Niño, Esopo y Oscar Wilde. Leí novelas como “El Túnel” y “La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada”. Empecé a leer “Amor en los tiempos de Cólera” y “100 años de soledad”, pero nunca las terminé. Leí “Juan Salvador Gaviota” y empecé a leer “La rebelión de las ratas”. Un día empecé a leer el diccionario desde el principio, palabras como “ábaco”, “abad”, y “abel” son las primeras que recuerdo haber estudiado; a mitad de la “a” abandoné la misión de leer todo el diccionario, pues parecía irrealista. Igual siempre quise preguntarle a mi profesora de Lengua Castellana si a ellos los obligaban a aprenderse el diccionario para poder obtener su licenciatura; nunca le pregunté. Luego empecé a estudiar botánica, y quise armar mi propio cuaderno con muestras de plantas que iría descubriendo; pero la tarea se me tornó difícil y la abandoné.

A mis 11 años había desarrollado una habilidad por la lectura, que luego se traduciría en mi hábito más valioso, y a través del cual empezaría a encontrarle sentido a la vida y al mundo.


Cuando tenía 15 años, en el 2004, ya vivía en Medellín con mi madre, y usualmente pasaba todas las tardes solo en casa intentando ver algo interesante en la TV. Dado que ver TV no era lo mío, y que yo sentía que quería adquirir más conocimiento, caminé a una librería y vi un libro de Ajedrez; este libro costaba lo equivalente a unos 50 centavos de dólar. Le rogué a mi madre que por favor me regalara el dinero, ella al notar la emoción con la cual le pedí el libro, inmediatamente me lo regaló. Aún lo conservo, y aún recuerdo lo emocionantes que eran mis tardes en las que estudiaba técnicas, repetía partidas, ¡incluso jugaba contra mí mismo!

Al mismo tiempo que practicaba Ajedrez, también entrenaba Taekwondo en un club local. Eran mis dos hobbies.

Cuando terminé el libro de Ajedrez, empecé pasar mis tardes en dos bibliotecas que había cerca a mi casa. Recuerdo que leí sobre sicología y deportes — especialmente artes marciales; intenté memorizar técnicas de defensa personal, o trucos para ser mejor en Taekwondo. También leí trucos de magia, y me imaginaba haciendo varios de estos en alguna presentación en el colegio; apunté varios en una hoja, pero nunca los practiqué, y creo que la hoja donde tenía mis apuntes mi mamá la botó al no saber qué era. La biblioteca a donde iba tenía un ambiente tranquilo, yo solía leer bajo las sombrillas, escuchando solo las voces de las personas que susurraban para no molestar, y a momentos me distraía cuando alguna muchacha bonita pasaba cerca mío, o cuando alguien de manera accidental subía la voz. Yo solía ir a la biblioteca con mi hermana menor, quien solía buscar sus libros de princesas o de Lazy Town; a veces se aburría y me preguntaba qué estaba leyendo, yo intentaba explicarle, a lo cual ella respondía como dándome a entender que si bien comprendía por qué el tema me interesaba, el mismo no era en lo absoluto interesante para ella. Un día ví un libro de Taekwondo que me pareció muy interesante, tanto que quise llevarlo a casa. ¡Pedí sacarle fotocopias al libro completo! Aún recuerdo cómo fué llevarme tanta emoción a mi casa.

Mi mamá tenía un trabajo con un horario algo difícil. Solía entrar a las 3 ó 4 PM, y llegaba a casa casi a media noche. Casi siempre la esperaba despierto; a veces cocinaba algo para que comiera antes de dormir, a veces teníamos conflicto o no estábamos tan bien, por lo que prefería no hablarle.


Quizás fué mi pasión por la lectura lo que me convirtió en un freak en la escuela. Y si bien intentaba divertirme como todos, en realidad no lo hacía como todos. Para mí la diversión consistía en estar en una fiesta por ciertas horas para luego volver a cuidar a mi hermana menor, o pasar un rato jugando Ajedrez o Tío Rico con mi mejor amigo, entrenar Tae Kwon Do solo, o leer algo interesante. Mi definición de diversión chocaba con la de los otros chicos de mi edad, a mis 16 años me había convertido en un tipo aburrido a los ojos de mis amigos y las chicas de mi edad. Creo que jamás aprendí a bailar como lo hacían los chicos de mi generación, solo de adulto aprendí a bailar salsa con mi esposa, y quizás un poco de Champeta a mi manera. La gente dice que sé bailar muy bien, lo que no saben es que yo no bailo, solo sigo los beats muy bien y eso hace que perezca que bailo bien; con el tiempo varios de los movimientos inventados se han convertido en pasos que incorporé a mi rutina cuando quiero hacer el show ante mi familia y amigos, ya sabes: Fake it till you make it


Mi afición por los libros fué lo que me llevó a ser autodidacta cuando un día de Junio a mis 20 años empecé a reconsiderar mi vida. Tenía una hija y un hogar, y tenía un empleo que no amaba. Exponía mi vida a peligros de la noche mientras volvía a casa, y dormía poco. Decidí estudiar para ser un Ingeniero de Software, y de manera autónoma usé manuales de internet para leer en mis tiempos libres.

Mi objetivo de cambiar de carrera se logró, y a través de ello me acerqué cada vez más a cada uno de los sueños que me tracé para mi vida. Sin embargo, la lectura pasó a convertirse en mi trabajo más que en mi hobby. Debido a esto, se convirtió en un hábito en mí leer documentaciones rápidamente para encontrar una solución a mi problema, en lugar de estudiar los temas a profundidad para poder entender las bases. Mi conocimiento se estaba volviendo plano, y mi habilidad para leer estaba poco a poco desvaneciéndose.

Pasé por lo menos 10 años empezando libros para luego no terminarlos. Recuerdo iniciar lecturas siempre con la mayor motivación, y luego ser distraído por algo diferente, especialmente por el desespero por “hacer algo productivo” en lugar de estar sentado “haciendo nada” — mi subconsciente me estaba engañando al decirme que leer era perder el tiempo.


El año pasado cambié de empleo, hice un cambio de carrera definitivo desde Desarrollo de Software a Gerencia de Ingeniería. Ha sido un cambio muy positivo para mi carrera que me ha traído tantas buenas experiencias y me ha ayudado a conocerme a mí mismo como profesional y entender con aún más claridad que no sé absolutamente nada de nada. Al mismo tiempo se me presentaron desafíos familiares, se dió la crisis de COVID-19 y todo esto trajo muchos conflictos.

En medio de tantos desafíos, entre definir si podía ser bueno como Gerente y si al mismo tiempo podía superar las situaciones familiares; en medio de las indecisiones y confusiones empecé a leer nuevamente. Aprendí que la proactividad genera mucho más valor que la reactividad.

De ahí volvió a renacer mi pasión por los libros. Debido a la presión por entender mi trabajo de la mejor manera, y debido a la presión por ser el mejor Gerente de Ingeniería que podría ser, empecé a leer mucho más. Además de la presión por ser una mejor persona, entender mejor los conflictos y poder llevar mis relaciones interpersonales (esposa, hijos, amigos, familia extendida) al éxito.

En lo que va de este año he leído más libros que los que jamás he leído en mi vida. Y siento que mi habilidad por leer va mejorando poco a poco. El efecto secundario es que mi propia capacidad y comprensión lectura ha mejorado mucho y eso se ha visto reflejado en mi trabajo. Siento que estuve siendo muy negligente en esa área.

Estoy reencontrando esa hermosa pasión que tenía por la lectura, y ahora siento que por fín podré leer 100 años de Soledad, tras posponerla por más de 20 años.

Mi mayor logro es que puedo transmitir el amor a la lectura a mis hijos dando ejemplo, y que puedo empezar a cultivarles la chispa de la creatividad a través de un hobby tan valioso.

Un libro a la vez.